El Consejo De Egipto by Leonardo Sciascia

El Consejo De Egipto by Leonardo Sciascia

autor:Leonardo Sciascia
La lengua: spa
Format: epub
Tags: drama
publicado: 1988-03-01T05:00:00+00:00


4

Después de la terrible noche de la evacuación y después de haberle hecho jurar sobre un crucifijo casi roto y muy desportillado que jamás diría una palabra acerca de aquella faena de evacuación, el abate Vella había entregado al monje las llaves de la casita de campaña que tenía en Mezzomonreale: bellísimo lugar y casita cómoda, de muy pocos conocida como propiedad del abate. Tal vez los únicos que sabían la identidad del propietario eran aquellos que se la habían vendido.

De haber sido la Corte Criminal la encargada de ocuparse del caso, difícilmente hubiese logrado echar el guante sobre el monje. Pero los confidentes del Tribunal del Real Patrimonio en asuntos de compra y venta, traspasos de propiedades y legados tenían los oídos más sensibles de toda Palermo. Alguno de ellos insinuó al juez Grassellini que quizá el monje se hallara escondido en la villa campestre de Mezzomonreale que el abate Vella había comprado poco tiempo atrás.

Grassellini envió a todos los esbirros que tenía a su disposición. Y eran tantos, que su paso hacía pensar en una batida para capturar a alguna de las feroces y numerosas comitivas que no faltaban en la zona y de las que los esbirros, de tanto en tanto y sin alcanzar ningún éxito concluyente, se ocupaban a modo de demostración. Circundaron la casita y apresaron al monje literalmente al vuelo, puesto que era de noche y al religioso le había parecido posible escurrirse saltando desde una ventana baja.

El juez Grassellini lo envió, con el cepo en los pies, a las celdas subterráneas de la Vicaría. Y lo hizo comparecer ante su presencia después de dos días: dos días de repugnantísima comida y de angustias sin fin. O sea que el monje se hallaba maduro para vomitar todo lo que sabía acerca de los asuntos de Giuseppe Vella, si bien pensaba mantener en secreto aquello por lo que había jurado sobre el Crucifijo (en su mente sólo estaba vivo el recuerdo exacto del crucifijo que el abate le había puesto bajo las narices en la noche de la evacuación), pues temía ser destinado a los fuegos del infierno, en la que con terror solía denominar «vida eterna».

Al verlo ante sí con los ojos desorbitados y la barba crecida, Grassellini no intentó evitar una sonrisa de amenazante complacencia: la Vicaría había guisado al monje el tiempo justo. Y tomó como punto de partida la confidencia que el abate Vella le había hecho con tanta astucia acerca de los deleznables amores del monje maltes, pero hablándole como si ésa fuera la única causa por la cual se hallaba enfrentado con la ley.

—Lo habéis pasado mal ¿verdad? —inició su interrogatorio Grassellini: comprobación y pregunta al mismo tiempo.

—¿Dónde? ¿En la Vicaría? —preguntó a su ved el monje, con inocencia, porque no veía sombra de ningún exceso en su pasado cercano. Pero Grassellini interpretó la respuesta como un asomo de ironía insolente.

—En la Vicaría ni tan sólo habéis comenzado a divertiros —vociferó el juez, rojo de ira—. Ya lo veréis, ya lo veréis.



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